miércoles, 22 de agosto de 2012

El día del ñoqui en Montevideo. Parte III

Faro de Punta Brava


" - Son ñoquis al natural.
- ¿ No podías haberme esperado para comer juntos?
- ¡Tenía mucho hambre y has tardado una barbaridad!"

Yo me había imaginado el mercado de otra manera. Un lugar público repleto de gente, bullicioso, con tiendas por todos los lados y tenderos ávidos por ser los primeros en hacerte ver que su producto era el más barato y el mejor. En verdad, el mercado de la abundancia, era un lugar más bien tranquilo, con pequeños restaurantes que mezclaban sus mesas y sus sillas en un patio, bajo una tejavana, sustentada por una estructura metálica de hierros entrecruzados. Me dejé el plano de la ciudad en el hotel, pensé que con memorizar la calle y el no muy largo recorrido que tenía que completar, bastaría; me acabé por arrepentir, al menos por unos instantes. Por fortuna, enseguida me situé y pude encontrar el lugar.

A la zona de restaurantes se accedía subiendo una escalinata en forma de media zeta. Ya arriba, se respiraba un ambiente relajado. Encontré a Fran sentado en una mesa con mantel de cuadros rojos y blancos, serio, debido al cansancio acumulado y al insoportable calor que llevábamos padeciendo desde bien temprano.

Los cilindros de patata estaban salpicados por tomate natural, aceitado, cortado en cuadraditos. Al lado, nos dejaron un bol con queso rayado y más tomate, para poder servirse más, menos o nada según los gustos de cada cual. Me supieron a gloria, como a gloria me supo la cerveza fría que recorrió mi interior refrescándome divinamente. Un día del ñoqui comiendo ñoquis¡ Cómo no!

Una vez acabada la tan esperada comida del 29 de ese mes de Abril, pude fijarme un poco más en la estructura que me rodeaba. El edificio tenía toda la pinta de estar construído a principios del siglo XX, por aquello de la estructura metálica. Claro, que yo no soy ni mucho menos un experto, y podía estar equivocado, aunque me resultaba familiar, en cuanto a que había visto alguna vez edificios de corte similar. Tenía alguna vidriera bastante grande, de colores, y formando dibujos a los lados, y estaba sostenido por unas columnas a ratos grises y a ratos negras. Parecían una piezas de ajedrez  puestas en medio del tablero para la partida de unos gigantes. Pocos comían alrededor nuestro, quizás por la hora ( Las 3 de la tarde) o quizás por alguna otra razón que desconocíamos. Algunos puestos se encontraban sin servicio, al menos visible, y en el más alejado de todos, un camarero, vestido con camisa blanca, se apoyaba en la barra y departía con un cliente de café, mientras al mismo tiempo clavaba sus ojos en la televisión que colgaba ante ellos.



Salimos, de nuevo, al calor del otoño Montevideano. Nos pusimos a buscar un taller de bicicletas, que parecía estar bastante cerca, según una guía de viajes que llevábamos con nosotros en una mochila. La idea era alquilar una bici y pedalear hasta los últimos rayos de sol de aquel día 29. Del mercado al taller todo era una recta de varias cuadras.

Del fondo de la lonja apareció, cubierto de grasa, un joven metido en un buzo azul. Descolgó de la pared un par de bicicletas todoterreno, nos sonrió, nos explico las reglas para poder usarlas y accedimos a devolverlas antes de que cerrara la tienda. Nos lanzamos calle abajo buscando el malecón que recorría la orilla del río de la plata. El río más ancho del mundo tiene siempre la piel oscura, incluso aquí, ya cerca de mar abierto.


El sol lucía en todo su esplendor. La rambla costera se veía acompañada de una ligera brisa que hacía de ella un lugar muy agradable. Íbamos pedaleando y conversando relajadamente, sobre ésto y sobre aquello. El lugar se prestaba a ello. Poco a poco fuimos dejando barrios y playas atrás. El destino final de nuestro paseo era la playa de Pocitos. Nos dijeron que era conocida así porque antiguamente las lavanderas hacían pozos en ésta zona para limpiar las ropas. Todos los nombres, esta claro, se ponen por algún motivo, aunque a veces el mismo queda oculto por el tiempo. Aquí, al menos, la gente parecía recordar cual era el motivo exacto por el cual el barrio se llamaba de tal manera.



En la playa de éste poblado barrio Montevideano, encontramos gente que se había acercado a la misma para disfrutar de las últimas horas de sol. Un par de amigos departían mientras bebían mate (¡ Siempre el mate!), una joven pareja se besaba apasionadamente, cómo si la caída del sol fuera a romper su hechizo y no hubiera ya mañana, había quien jugaba a volley playa, un hombre desaliñado, de barba poblada y descalzo, leía atentamente, sentado en un banco...y nosotros, a ratos observadores y a ratos abstraídos, nos dejábamos llevar por la magia del atardecer.



Ya de vuelta, paramos en el barrio de Punta Carretas y en el faro de Punta Brava. El faro, construido en 1876 alumbraba un saliente que se había llevado por delante a más de una embarcación. Las rocas que se adentraban en el mar no darían opción a quien se acercara por aquí en barco, tratando de navegar cerca de la costa.

El día del ñoqui tocaba a su fin pintado en naranja atardecer. Devolvimos la bicicletas a su dueño y nos tomamos una cerveza en la terraza de uno de los bares de moda de la Ciudad Vieja. Estábamos ya cansados, pero contentos de nuestra primera experiencia en El Uruguay. Por eso, y para celebrarlo, nos comimos un buena asado acompañado con vino local antes de dormir.

Camino del hotel, mientras los párpados iban tratando de cerrarnos los ojos, jóvenes vestidos de gala parecían celebrar una fiesta. Se bajaban de los taxis altos tacones y esperaban, erguidos, junto a las puertas de los locales, veinteañeros, de caballeroso porte, finamente trajeados. Era noche de sábado pequeño en Montevideo.