domingo, 10 de abril de 2011

Fiordos en el horno del sur; cervezas heladas.





Era el día más caluroso del verano, de esos días en los que si pisas el asfalto con las zapatillas, la mitad de la suela se te puede quedar pegada en él. Recorríamos, en coche, de norte a sur la costa de Dalmacia, con sus cien mil vueltas y revueltas, por una carretera que nunca pierde de vista el mar.


En estos días de calor y en esta zona, quién más quién menos para y deja el coche a un lado para darse un chapuzón en el adriático. Desde la carretera se puede ver a más de un bañista haciendo equilibrios para no caer o lastimarse con los guijarros que cubren las playas de ésta costa; blancos, que contrastan con el azul del mar y con el verde de los pinos mediterráneos, y circulares.


Con las ventanillas bajadas el aire nos golpeaba en la cara y nos movía el pelo de lado a lado, sin criterio fijo, hacia donde quería cada vez. Aunque sudábamos preferíamos la sensación del viento a la del aire acondicionado, la sensación de libertad a la de estar aprisionados entre cristales.





Al sur de Dalmacia queda el fiordo más meridional de Europa, el fiordo de Kotor. Preciosas, grises y altas montañas junto al mar, una bahía y un pueblo sacado de películas de piratas. Una fortaleza en lo alto, murallas y calles empedradas. La altura que cogen las montañas hace que el pueblo desde lo lejos parezca algo diminuto. Hay una caída desde lo arriba del todo casi vertical, espectacular, hasta el mar.





Renunciamos a coger el ferry que nos hubiera ayudado a cruzar la bahía sin necesidad de conducir; recorrimos cada centímetro de la costa de Montenegro a nuestro ritmo. La velocidad a la que viajábamos nos permitía apreciar muchos detalles. La carretera queda tan cerca del Mediterráneo que si éste no fuera tan tranquilo como es las olas, en sus días de bravura, arrastrarían los coches y lo que pasase por allí hasta los dominios de Poseidón y éste camino sería intransitable. Cada casa, cada embarcadero tenía una escalera de metal por la que salir del agua. Familias enteras chapoteaban al sol. Se veía que había unión de estas gentes con la mar y que probablemente sea uno de los lugares de descanso de muchas familias balcánicas, y a lo mejor de otros lugares.





El paisaje nos atrapó e incluso hizo que nos olvidáramos de la temperatura extrema. Etor y yo no paramos de sacar fotos. Eso sí, cuando por fin pusimos pie en tierra el golpe que recibimos fue brutal. Vuelta a la realidad, la puerta del horno se quedó abierta otra vez, todo ese aire ardiente en la cara y el mazo del sol nos cayó en la cabeza. Dos lugareños nos saludaron, cuidaban el parking donde aparcamos, y nos preguntaron por nuestro origen. A nuestra respuesta añadieron un ehhhhhhhhhh!!! Athletic Bilbao!!! Siempre el fútbol y el Athletic sale por algún lado...





Fran habitualmente se queja del sol y del calor, y esta vez volvió a hacerlo; eso sí nadie le pudo negar que tenía razón. Enseguida se puso a buscar un lugar dónde comer y dónde beber y refrescarnos y depurarnos así. Negarle a Fran sus 30 minutos de buscar restaurante es robarle la mitad del viaje ¡ Cómo disfruta con éstas cosas el hombre! Caminando alrededor del tranquilo puertecito, salpicado de barcos, algunos de recreo otros de pesca, encontramos un restaurante con sombra y fresco. Tenía buena pinta. Lo primero que hicimos fue pedir la bebida: "Una cerveza helada por favor", y a fe que la trajeron helada. Cerveza de tirador muy fría y con el vaso recién sacado del mismísimo polo. Que placer fue disfrutar de ese primer trago. El verano volvió a ser la mejor estación del año y nuestras vacaciones una maravilla que nos debía tener fin. El sabor de la cerveza no sabría como definirlo ni del nombre tampoco me acuerdo. Era el típico sabor que siempre le encuentro a la cervezas del este, las cervezas de cañero del este. Quizás eso no diga mucho de lo que degustamos aunque a mí, que yo me entiendo, me encanta ese sabor.





La comida, pescado, claro, la pedimos casi a ciegas. No nos entendíamos con la camarera y al final le acabamos dejando que ella nos orientara. Pescado para cuatro y ya está. SE marcho y tardo bastante tiempo en venir con lo que nos había cocinado. Ese rato lo pasamos echando risas ( desde que nos refrescamos nos había vuelto el buen humor) y charlando sobre las aventuras de los días anteriores. Veníamos de hacer unos 4000 kilómetros en 8 días y eso da para anécdotas. Cuando ya empezábamos a impacientarnos llegó la comida. Era una dorada enorme, una dorada a la sal de la que comeríamos los cuatro. Para mí fue o mejor que comí en las vacaciones. Carne blanca y bastante bien cocinada. Un acierto de la mujer que nos recomendó comer aquel plato, supongo que sería un plato típico local. Antes de acabar de comer ya había pedido la segunda cerveza Montenegrina, y así completé el litro. Pedro hizo lo mismo. Después postre, fotos con la raspa limpia el agradecimiento a la casa y nos levantamos para pasear por kotor.




Todo cambió al salir de allí. El sol ya no parecía golpear tanto ni el calor ser tan agobiante. Así si se puede disfrutar de las murallas, del castillo y del entorno tan impresionante. Fue comer bien y sobre todo enfriar el motor, sobrecalentado, con esa cerveza traída del reino del hielo para que todo nos dejara mejor recuerdo.

El pueblo muy bonito, por cierto y la gente muy amable. Para no perdérselo.