viernes, 28 de enero de 2011

RINCONES DE NIJMEGEN. Albert





Recuerdo mi primer día en Holanda. El primer día, no llamo al día en que llegué sino al día en que por fin tuve una bicicleta. Ella lo es todo en este país. Así pudimos acercarnos a la universidad, con ganas de ver caras nuevas. A Estitxu se la veía muy necesitada de conocer mucha gente nueva y sin darse cuenta me iba dejando de lado. Lógico y normal. El polluelo empezaba a volar fuera del nido; sólo que esta vez quien acabó volando fui yo, hasta entonces su papá. Había llegado el momento de ir a encontrar mi casa entre las amplísimas avenidas de Nijmegen. Construcción ( o mejor reconstrucción tras la II guerra mundial) típica holandesa y flamenca en ladrillo rojo y blanco. Casas bajas y estrechas, carriles bici de pavés y algún molino salteado por ahí.

Los últimos días de agosto se disfrazaron de otoño y la lluvia y el frío campaban a sus anchas por las calles. El chubasquero salió de la maleta para no volver a entrar. Siempre recordaré los ladrillos del suelo del campus de la universidad, ocres y mojados; aunque a veces también helados. Este sí era un campus de verdad. Los edificios iban apareciendo entre altos, o más bajos, árboles. Un pulmón para la ciudad y un ambiente relajado para los ciudadanos, por otra parte, en gran número, estudiantes. En una de las avenidas, para ciclos, del campus y guardándose de la lluvia bajo unos pinos, aparecieron Sergio S. y Elena. El acento catalán enseguida les delató y así conocimos a los primeros compañeros. Aproveché para preguntarles si conocían la localización de mí colegio mayor. En el mapa me marcaron con alguna duda la zona. Ellos se acababan de mudar a una casa de alquiler en el centro, junto a otro chico, Pep. Esa casa después sería conocida cómo "La mánsion".



Mientras me explicaban cómo llegar llamaron a Pep para que me ayudara a transportar mis trastos hasta mi apartamento. Él tenía coche y todo me sería mucho más fácil. Y allá aparecí por primera vez en Vossenveld, mí casa.





Sergio S. y Elena me hablaron de unos chicos catalanes que seguramente serían vecinos míos, Albert y Víctor. Una pareja que convertiríamos en trío con el tiempo, puesto que juntos pasamos una y mil horas.

Les ví por primera vez y de manera casual en la universidad y quedamos para encontrarnos por el colegio mayor. Albert, casualmente, vivía en el piso de enfrente. Víctor pasaba la mayor parte de su tiempo en casa de Albert. Juntos hacían la compra, cocinaban, salían, robaban bicicletas de holandeses descidados y confiados...yo, con lo que me cuesta abrirme a la gente nueva que voy conociendo, no tenía muy claro si quería compartir mi tiempo en casa con más gente. Siempre me ha gustado tener mi independencia. Al final me convencieron para probar a compartir todo. Gran decisión. En la vida hay que aprender a compartir, es una lección. Me quité de muchos pequeños caprichos que me hacía y me hago ( ya sólo a veces) y aprendí a vivir con menos vicios y manías y con más gente; todos ellos desconocidos encima. Creo que aprender a compratir y vivir con menos recursos es una etapa importante de la vida. La imagen de los dos amigos calle abajo por la universidad nunca se me olvidará. Hacían una pareja carismática y memorable. En vez de dos ( o luego tres)parecían uno . Cada cual con sus cosas pero compartiendo cada migaja de su vida allá.



En la puerta azul de Albert aún estaba escrito el nombre del anterior inquilino, un tal Gorka, que después descubrí que había venido el año anterior en mí plaza, una plaza de la universidad de Deusto. La primera vez que toqué el timbre tardaron en abrir y me dejó pasar un chico caribeño, mulato de tez y amplísima sonrisa. También pude descubrir después el porqué de la facilidad que tenía para sonreír tanto...Albert y Víctor estaban en la habitación de Albert. Víctor con la que después sería identificada como su inimitable pose encorbada, pegado al portátil de Albert; abstraído en sus juegos de rol on-line. Albert sentado en la cama y con una botella de dos litros de coca-cola cerca. Él siempre ha tenido mucho más don de gentes. Víctor no se para a pensar en cómo caerte bien; lo hace o no.

Albert me marcó para siempre. Me hizo ese comienzo mucho más llevadero. Me presentó a gente, me llevó a las primeras fiestas y me incluyó desde el principio en sus planes. Yo no soy de abrirme muy rápido, me cuesta en un principio hacerme a la gente, y con mis reservas me fui dejando llevar y acabé compartiendo todo con ellos. La casa de Albert pasó a ser nuestro lugar de reunión, comedor, local de mus, cervecería... no solamente fue nuestro "txoko" sino centro de paso y encuentro de cualquier persona que quería echar una cerveza acompañado. Una gran Pitt bier, la Pitt bier de Víctor, con o sin partida de mus; preferiblemente con partida. Cuando llegas a un país desconocido para tí con gente nueva, se te abre un mundo de posibilidades, nuevos caminos e incertidumbres. Los primeros días, tras la euforia inicial, son duros. Necesitas a alguien como Albert que te haga sentir que eso puede ser tu casa. Necesitas a un hermano, que a la vez es padre, madre y abuela para que te regale ánimos a los oídos. Esa relación de Amistad perduraría para siempre. Más allá de las promesas entre abrazos los últimos minutos que vivimos juntos en Holanda, conseguiríamos mantener el vínculo, casi de sangre, y ser hermanos para siempre. Años después la vida nos volvería a unir de nuevo, otra vez en una misma casa, dónde y en Santander...





Albert tenía la capacidad de aglutinar gente a su alrededor. Todos se sentían cómodos con él y pasaban por su casa de vez en cuando para visitarle. Le traían algo para beber, hablaban con él de música, le pedían el ordenador portátil ( una joya porque por aquel año 2002 no había tantos)... Eso sin hablar de la cantidad de amigos que vinieron a verle desde Barcelona. Total que su casa siepre estaba llena de gente y de cosas, tiradas por todos lados. Yo no hubiera podido vivir entre tanto trasto que le íbamos dejando aquí o allá. El sí. Lo aceptó y nunca sabremos si fue por resignación o por qué.




En el parking de nuestro colegio mayor había un montón de carros de la compra amontonados para facilitarnos el trasporte de lo que comprábamos desde el supermercado. Nos subíamos como si fuera un patín encima de los carros y empujando con un pie llegábamos por la carretera serpenteante y entre casitas bajas hasta la zona comercial de nuestro barrio, Hatert. Había una placita con diferentes tiendas, todas ellas pequeñas, y dos supemercados. En uno comprábamos la comida y en otro la bebida, bueno en verdad toda la bebida salvo nuestra cerveza eterna, la antes nombrada Pitt bier. Además siempre teníamos una discusión a la hora de comprarla. Era decisión de Victor la marca. Albert y yo preferíamos otras marcas algo más caras, pero era imposible sacarle de la cabeza a Victor el que todas eran iguales. Y si todas son iguales pues había que comprar la más barata. La discusión surgió cada vez que fuimos al supermercado.